lunes, 27 de febrero de 2012

El Poder Judicial como llave maestra del relato


   Si nos dedicamos a mirar a los regímenes autoritarios -y sobre todo los totalitarios- la historia nos dice que el trabajo sucio de ese tipo de gobierno ha terminado en manos del poder del estado presuntamente más prístino: la Justicia. 
  Luego de las invasiones o tomas de países por el comunismo en Europa a causa de la Segunda Guerra Mundial, a los opositores se los quitó de en medio -políticamente, pero peor aún: físicamente- a través de sentencias de jueces que, en vez de mantener independencia, trabajaron activamente en favor de esos regímenes opresivos.
  En un poder totalizador y que considera que el enemigo es aquel que no piensa y comulga con él, es un objetivo importante colonizar o doblegar al poder judicial para cerrar las tenazas del poder sobre la población a la que construye como enemiga.
  Lo importante para el régimen es no sólo tener un brazo ejecutor, sino que además esto le sirve funcionalmente a la estrategia de mantener la aparente legalidad, consistente en poder expresar públicamente que tal incómoda cuestión fue resuelta por la Justicia. Así las peores cuestiones pueden protegerse dándoles la falsa pátina de legalidad consistente en el baño de legalidad judicial, pero que oculta la voluntad del poder detrás.
  No es inmune a tal cuestión la Argentina, sino que por el contrario el uso de la Justicia se ha encontrado el arma eficaz para el mantenimiento del relato, a punto tal que las más flagrantes vejaciones al sentido común se ven amparadas por las decisiones judiciales, sirviendo como parte de una estrategia diseñada.
  Atento el carácter prominente de casos de corrupción generalizados, es que han aparecido denuncias por enriquecimiento ilícito, utilizándose para la construcción del relato la exacerbación del principio constitucional de inocencia (artículo 18 de la Constitución Nacional), con una interpretación sobre el mismo que va más allá de la propia naturaleza de la garantía. 
  El principio de inocencia se define fácilmente: nadie es culpable hasta que una sentencia firme no lo diga. Esta fórmula procesal que significa que las sentencias de condena se dictarán cuando los jueces se encuentren absolutamente convencidos de la culpabilidad de una persona basados en prueba, tiene importantes limitaciones ya que el avance del proceso significa ir destruyendo esa posibilidad de inocencia, imponiendo cargas al imputado durante el mismo, pero siempre siendo el Estado el que debe asumir el trabajo de probar que tal persona es culpable y no al revés de que el ciudadano deba probar la inocencia que ya posee. Entre una y otra hay una importante diferencia con el fin de que el ciudadano no sea considerado siempre un sospechoso que deba dar excusas. 
  Pero desde el gobierno lo que hay es una utilización comunicativa del principio de inocencia cuyo mecanismo consta en el relato de dos etapas.
  La primer etapa ocurre cuando a un funcionario se le sigue una causa penal. El gobierno no toma cartas en el asunto salvo para atacar al denunciante y determina no tomar decisiones en base a esperar lo que la Justicia diga. Tácitamente da con esto una relevancia del principio de inocencia ya que el único acto esperable por parte del funcionario es solicitarle la renuncia, es decir, confirmar que la denuncia tenía su razón. 
  Ese tiempo de espera hasta que el poder judicial decida es sobrevalorado, por fuera del ámbito del propio poder ejecutivo -donde limita su poder de buena administración ya que en realidad no requiere de la Justicia para ejercer la función saneadora de la administración pública-.  Así, al delegar en la Justicia lo que por sí le corresponde, mantiene la situación irregular de su funcionario todo el tiempo del proceso, el que en Argentina, en particular en Capital Federal, es largo.
  La segunda etapa se da cuando el funcionario es sobreseído en el proceso o absuelto en juicio, ocurriendo allí que el gobierno confirma que basó su inactividad anterior en la confirmación del carácter inocente de su funcionario. 
  Con ese proceso realizado íntegramente por el Poder Judicial, el gobierno confirma sus decisiones y le otorga pátina de legalidad al asunto, por más flagrante que fuere a los ojos del sentido común y de las reglas de la buena administración.
  Más allá de que no necesita del Poder Judicial el gobierno para quitar de en medio a un funcionario o para encarar cuestiones relativas a su ejercicio -como por ejemplo arreglar inmediatamente los problemas de los trenes de Buenos Aires por citar un caso conocido-, lo cierto es que el dato oculto es que se juega con cartas marcadas, ya que el gobierno goza de la capacidad suficiente para dominar la voluntad de, por lo menos, algunos de los jueces, con lo que el proceso donde se dirime una decisión significa que esta ya está tomada de antemano, siendo la instancia judicial una mera pantalla con apariencia de legalidad que sirve para mantener el relato, pero cuyo resultado ya estaba previsto.
  Así, el Poder Judicial pasa a ser un brazo ejecutor del gobierno. Y, como mayormente las denuncias son por corrupción o por ineficiencia del estado, es el brazo, podríamos llamarle, "limpiador" de las oscuridades del Poder Ejecutivo. 
  Este uso de la formalidad legal cubriendo un contenido ilegal es parte fundamental de la estructura de, por lo menos, el gobierno del matrimonio Kirchner. Así, y de la mano de su principal hombre, el juez Norberto Oyarbide, los casos de enriquecimiento ilícito -sobre todo el del propio matrimonio, de un crecimiento patrimonial injustificable racionalmente de cuya condena hubiera quedado Cristina inhabilitada judicialmente para ser presidente-, más el de otros funcionarios, han contribuido a la estrategia comunicativa para no ejercer sus funciones más elementales para el seneamiento de la administración pública. En este punto el juez Oyarbide representa la destrucción del sistema republicano.
  Hasta ahora el relato se jalona con esta manipulación que termina convenciendo o dejando en un manto de duda a quienes no conocen los términos de los hechos de corrupción endilgados o que quieren creer que, si no hay un fallo judicial, sus políticos son inocentes.
  Pero, de seguirse por esta vía, -y todo indica que así será, a tenor de las leyes represivas dictadas a fines de 2012 por la presidente a través de sus legisladores-, se irá disolviendo el estado de inocencia cuando los denunciados sean quienes son contrarios al gobierno de modo permanente u ocasional. La ley antiterrorista, por ejemplo, pone en cabeza de los jueces el cumplimiento de una ley de persecución donde con la mínima prueba la libertad del inculpado corre peligro.   
  El ejercicio de este último caso -donde desde el gobierno se utiliza al poder judicial para atacar a los enemigos políticos- ocurre en las "democracias" de Rafael Correa en Ecuador, en la de Chávez en Venezuela -donde el caso "Affiuni", juez detenida ilegalmente desde hace dos años por voluntad del juez del chavismo es una mancha internacional de ese país-, y por supuesto en la Cuba de Castro, donde su código penal establece penas para quien ofenda el sentimiento de la Revolución Cubana; ¿qué lo ofende?: todo.
  Nosotros estamos comenzando a ir por esa vía. Y todo desde la construcción del relato. 
  

No hay comentarios.: